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Trabajos prácticos de altura

Estudiar puede ser más divertido de lo que parece



F ue un viaje increíble, una aventura. Lo más increíble todavía es que haya surgido  de una expresión de deseo escondida en un chiste inocente.
 Pero ahí estábamos. Eran las 10 de la mañana de un octubre muy dos mil uno y  llegábamos a la ciudad de las siete colinas con la cámara reflex de la facultad y su montón de botonitos interesantes para enfrentar el último trabajo práctico del Taller de Imágen, un fotorreportaje que debía ser realizado sobre la vida de alguien que si tenía una que valiera la pena mucho mejor.

Más allá de esta excusa puntual, creo que ya intuíamos que nos habíamos metido en un rollo epistemológico importante, en una carrera con muchas carreritas adentro, una ciencia "transdisciplinaria" que le decían, trasatlántica le agregaba yo, y transgénica, y transpirada, transhumante y transexual: un arcoiris de objetos de estudio, un collage de prejuicios, una identidad profesional por terminar de inventarse y un enredado tejido con el que ya parecía que sería difícil alimentarse; desde el principio fue cómo si dijéramos “bien entonces, si nos van a bailar hagámoslo divertido y al que nos quiera quitar también lo bailado lo emancipamos de un golpe en la cabeza con la Dialéctica del Iluminismo”. La soga venía con mierda y había que agarrarla con los dientes, como dicen en el barrio; en el fondo, se trataba de no desanimarse, de darle sentido al esfuerzo y a la ciencia.

—Che Mónica, ¿Por qué no le hacemos el fotocoso a tu papá que fumiga bichos malos y gente desprevenida y de paso damos unas vueltitas en avión y hacemos un trabajo de altura? –le tiré en el grupo como quien no quiere la cosa.

—¡Dale! ya lo llamo y le pregunto ¿Este finde pueden? –nos preguntó en serio mientras se llevaba el primer celular que no parecía un ladrillo a la oreja– Porque sino podría ser el siguien… Hola Pa, ¿Cómo andás gordito?... Bien, bien… aja… escuchame, si si, después me contás ahora te llamo porque tenemos que hacer un trabajo de fotografía y vamos a ir a casa a sacarte fotos… si, el sábado como a las 9… macanudo, dale, beso a mami. Listo chicos, este sábado nos vamos a Victoria. Pero que desde ya conste en actas que mi papá tiene mucho cuidado por donde fumiga.



Así de decidida era Mónica, una chica simpática, de las petisas y aceleradas que hablan y se ríen sin parar con agujeritos en los cachetes. Era muy creativa para los trabajos prácticos en grupo y para los ravioles a dos salsas, pero lo realmente sorprendente era que sabía volar. Mónica manejaba avionetas como cualquier otro manipula una cortadora de pasto, y nunca pude evitar la comparación: mientras adolescentes comunes y corrientes (a veces bicicletiantes) corríamos desesperados a minutos de cumplir 18 años para concretar el ritual de la hombría propia y poder circular en sociedad ajena con cuatro ruedas –si alguna vez se nos llegaba a dar– con la manito izquierda colgando de la ventanilla y moviendo el volante con la otra, canchero, bieeeen canchero, y mientras esto hacíamos los imberbes, decía, Mónica movía alerones de cola y flaps, así como sí nada, a 900 metros de altura.

Hasta La Victoria siempre

Llegamos subiendo y bajando cuchillas entrerrianas y luego lo hicimos aún más. Nuestra anfitriona nos esperaba en la terminal trepada a una F100 que le quedaba muy grande. Y muy rápida. Nos precupamos por los mates y por el almuerzo como corresponde, lo demás parecía circunstancial. Recorrimos la pintoresca ciudad, la conocimos, nos conocimos, nos charlamos hasta los codos y tipo tres nos fuimos al desvencijado aeródromo que contiene al Cobertizo "Teodoro Fels" y al Hangar "Jorge Newbery". Ahí lo conocimos al papá de Mónica, que trescientas veintiocho mil fotografías después resultó ser la persona más paciente del mundo (y además había jugado fútbol profesional, le gustaba rescatar gente en avioneta y también las reparaba como quien sabe y nosotros, que teníamos inmaginación para compartir, improvisamos actuaciones con extras y todo para graficar aquellas aristas de la vida del entrevistado. Las vemos al final si querés).

De pronto, llegó el momento que pensé que ya no llegaría. Mónica señaló con los ojos ese Cessna de ala alta rojo, gris y arrinconado que parecía un Renault 12 con alas, y dijo las palabras más electrizantes que escuché en años. "¿Damos una vueltita?".

Entramos los tres temblando entre el susto y la inconciencia. Mónica se subió como quien va a buscar el postre a la heladería de a la vuelta.

Las chicas en el fondo, prolijas como todas, llevaban cada una su bolsita por si había que vomitar con decoro. Yo de copiloto. Los controles que tenía al frente se movían solos. Ni se te ocurra tocarlos, agarralos solo cuando yo te avise, me dijo. Mierda, esto va en serio, pensé. Ya era tarde. Carreteábamos a 100 km/h por una pista de pasto que dejaba bastante que desear y parecía que ya nos hacíamos mierda ahí nomás. Moni se llevó el joystic hacia la panza y entonces sentimos un golpe seco, como si frenáramos de golpe. Mientras el estómago desorientado se me acurrucaba entre los pulmones Victoria ya era cuadraditos blancos y verdes y Rosario otro rompecabezas a lo lejos.

Después que dejé atrás el susto mayúsculo (el minúsculo me dura hasta hoy) comencé a sacar fotos como loco, con la cámara oficial y con todas las otras que me habían enchufado (nosotras necesitamos las dos manos desocupadas, coincidieron desde atrás con ruido a bolsa). Mónica le mandaba palanca y pedal, altímetro y viento de cola y hacéte unos mates faltaba que dijera. El problema comenzó cuando quiso compartir lo que aprendió en el curso de pilota.





















—Esto, por ejemplo, se llama caída en pérdida y es lo que se hace cuando se te para el motor.

El aire quedó en silencio.

—¿Mónica que hiciste con ese botón?

—Apagué el motor.

—¡¡¡Mónica la re puta madre que te parió!!! –gritamos los tres con los ojos clavados en la hélice que ahora podíamos ver, quietita ahí, en la trompa que empezaba a mirar para abajo.

—Ja ja, que cagones, si lo he hecho mil veces a esto.

—No nos importa Moni, volvé a prender el cosito por favor que así estábamos bien –negoció Maga desde el fondo, con una diplomacia oportuna.

Los puntitos negros ya eran vacas de nuevo.

—Dale Moni –disimulé yo– ¿No ves que asustás a las chicas?

—Está bien, ya termino. Cuando te vas acercando al piso lo que tenés que hacer, si lograste recuperar el motor, es devolverle suavemente la sustentación a la nave, que es igual a la resistencia más la propulsión dividido el peso por el ángulo de incidencia. Al cuadrado.

—¿Y si no?

—Te hiciste percha.

—Mónica Judith te lo suplico.

Me pareció que acariciábamos el pasto. "Un clásico aterrizaje en falso, con buena aproximación y la entrada a la pendiente de planeo de forma correcta manteniendo la vista en el final de la pista, evitando que la capota del avioneta te la tape". Nos miramos y nos tuvimos que reir, tremendo aparato cambio y fuera. Luego de repasada la lección descansamos las tripas en la idea de que no habría más ejercicios; volvimos al cielo, a las fotos, a Rosario que siempre estuvo cerca.

Al final nos aterrizamos de verdad. Nos abrazamos. Celebramos estar vivos. Conversamos largo rato del trabajo, de velocidades de obturación y contrapicados, de aviones encontrados y de bueyes perdidos.
Atardecía cuando regresábamos a casa, con rollos cargados de impresiones y los ojos llenos de risa y paisaje, con un diez en creatividad, en el punto más alto de la juventud y su libertad desvergonzada.



Fotorreportaje en acción
 




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