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Por la misma

E l partido terminó en un tedioso cero a cero. Un monólogo del árbitro con alguna  nota al pie de la hinchada visitante. Un perro entró a la cancha sobre el final y fue  el comentario. Nadie quiso revolearlo esta vez.
 Eso fue todo, más o menos.

Apago la tele y le pido a la flaca que lo desempatemos nosotros, que hagamos el amor como goleadores de arco a arco le digo, como messis de un tierno desenfreno, como dueños de nuestro propio juego y del mágico arte de perderle el miedo a la muerte por un instante; todo eso le digo en serio, a la flaca, tratando de no reírme.

Ella levanta su ceja de siempre, la de la incredulidad o la de la picardía, según el caso. ¿Me estás cargando pelotudo? Mañana tengo un día enorme en la escuela. Me falta preparar media clase. Odio el fútbol. Y ya me empalagaste otra vez.

Todo eso me dice. Todo junto, sin respirar, sin sacar sus ojos de la netbook. Sin mirarme.

Era la primera ceja nomás, y no sé que puede ser más triste. Pienso en un estadio en silencio, las luces que se apagan una a una, pero no alcanza. Oscuridad.

Arranco hacia el vestuario yo también, con la mirada clavada en el pasto, arrastrando los botines cargados de desencuentro.

De reojo veo que deja caer la birome que masticaba hasta recién. Siento ese leve destello, el de siempre, como un  flash desde la tribuna: su sonrisa de medio lado, la inconfundible, me devuelve al juego y al latido. Te comiste el amague me dice, la mejor gambeta de la noche lejos.

Esto recién empieza le prometo, y me pierdo entre las sábanas para encontrarla mientras su sonrisa ya es completa. Y todo lo demás también.

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