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Mi cuerpo y tu sombra (5)

| Suyo, enteramente




Amar sin nadie / vaya cosa triste
Sin nada que abrazar, ni Eva que nos abrace
...Amar con alguien / vaya cosa buena
"Triste o Buena". Mario Benedetti 


E  l ingenuo optimismo sobre el que pedaleaba desapareció cuando comenzó a  divisar la fachada de aquella casa. Hacer sin pensar suele ser más fácil, más  directo; el tema es hacer frente a las consecuencias.
 Las dudas comienzan a pelearse por entrar en su alma. Dudas por cómo mirarla, cómo decirle, cómo escuchar una verdad que puede ser ajena, insensiblemente ajena, si realmente se fue con él, si su corazón se fue con él, “si lo nuestro entre comillas fue solo fruto de esta inexperta imaginación”; cómo golpear esa puerta y soportar la primera mirada que dirá tanto, que preguntará quizá un que-haces-acá, que puede mirar sin entender, que tal vez no mire, no lo vea. Los cinco kilómetros se sintieron enteros en esa sola cuadra, en los metros que le van dando a aquella casa sus dimensiones reales y le van haciendo pesada la bicicleta. Si el tamaño de la tontería es la medida del enamoramiento esto es grave, se dijo, y escuchó el golpe seco de sus nudillos contra aquel destino en forma de puerta.


Que lo atendiera la madre con ruleros definitivamente no estaba en sus planes. Como en realidad no tenía ninguno, no se preocupó. Juntó todo el coraje que brota impulsivamente cuando la suerte se siente echada y habló con seguridad de ocasión.
—Buenos días señora, disculpe el día y la hora. Necesitaba hablar con su hija de algo importante ¿Será que me podrá recibir un minuto?
Le dura un segundo la sorpresa de ser bienvenido con tanta naturalidad, casi como si allí fueran frecuentes los descamisados con anhelos en los ojos los domingos bien temprano. Por supuesto, ya la llamo, acaba de llegar hace un rato, le dijo, dejándo la puerta entreabierta por la que pudo adivinarla acercándose al tercer suspiro, con ropa de entrecasa y ya casi sin maquillaje. Todavía más hermosa que antes.
Le atraía su sencillez, esa libertad para recibirlo descalza, su parecer tan cercana y tan ausente de a poquitos, con miradas profundas obsequiadas al vacío por momentos, por momentos al deslumbramiento de los desprevenidos. Ella sonríe. Dios mío, como sonríe...
La saluda. Su sonrisa de bienvenida lo tranquiliza bastante, aunque bien sabe que se la regala a todo el mundo. Trata de retrasar su sincericidio lo más posible, hace tiempo mientras busca las palabras necesarias para comprimirlo lo más que pueda y soltar así el alma lo justo y necesario para que no se le enfríe, para que duela menos. Sentados en la vereda que comienza a vivir le habla de la fiesta y los amigos, de la bici y de una ciudad para pocos, con pájaros y abuelos con mate. Boludeces importantes. Mira con el rabillo la sorpresa que le ha generado, esa pregunta que ella le dibuja con sus cejas. Tampoco lo ayuda: lo acompaña como puede en temas pintorescos e intrascendentes, se pierde, le deja el rosa de su mejillas como consigna. Él quiere ver allí una señal, un acto involuntario de un corazón enamorado que se da maña para latir y ser mensaje, órgano y signo a la vez. Pero no está seguro, puede ser vergüenza, puede ser incomodidad. Hasta sueño podría ser (él le habla de la música en la fiesta). Pero no vino a buscar milagros, sino a decir su verdad, su flamante desvelo; o más bien vino por ambos, pero no en ese órden, quizás en viceversa (ella le cuenta como se le rompió el taco a Celeste en la pista).

Quint Buchholz | Tarjeta Postal
























Hablarle a una mujer deseada es, con lugar a dudas, lo más difícil que puede vivir un hombre verdaderamente enamorado de estos y otros tiempos. Ellas suelen preferir hombres seguros de sí mismos, algo rudos en lo general y dulces en lo particular, tiernos solo con ellas a la vez que firmes, hábiles con las palabras, un poco indiferentes los primeros 43 días de relación. A un hombre verdaderamente enamorado, al contrario y de puro nervios, se le resbala el estereotipo por las manos transpiradas de susto y entonces dice lo que no quiere y no dice lo que quiere y cuando por fin lo dice en realidad lo tartamudea mal. Con una expresividad disminuida por defecto, sentir tanto de golpe le impide además pensar con claridad por lo que tropezar con el estilo y contra el encanto se vuelve algo frecuente; por eso muchas veces ellas, carentes de perspectiva o de paciencia, eligen a los que no las quieren: porque solo esos impertérritos pueden resistir una mirada sin inmutarse, escuchar su nombre en aquellos labios sin palidecer, con pulso que no tiembla, con imágen y postura incuestionables. Lo que nos habilita el alma para amarlas y contenerlas es lo que nos incapacita ante sus ojos para amarlas y contenerlas: de aquí el miedo y el escondite. De allí el desencuentro (ella se acomoda nuevamente el pelo detrás de la oreja. Le habla de su último año en la escuela de música). A este hombre verdaderamente enamorado le encantaría estar relajado para disfrutar cada palabra suya, guardarlas como coordenadas de su historia que son, de un viaje que se muere por comenzar, por desnudar cada pliegue, cada vestigio, cada excusa que la haga feliz. Le encantarían sus dedos en ese pelo en esa oreja. Podría amarla bien si supiera como.
Si claro, si fuera así de fácil.
—¿Qué cosa? –pregunta ella con sorpresa.
No, nada, responde de nuevo en voz alta, al borde de un ataque. Que bien se te da ese instrumento quise decir, le miente por primera vez. Se da cuenta. Por única vez, se repite.
Siempre disfrutaba de conversar con ella, solo compartir el espacio y el tiempo; "aquél tímido nosotros", como él solía llamarle, era un vértigo de sensaciones la mayoría agradables. Desde hace tiempo que las frases comunes de despedidas también comunes se han vuelto mantras en su voz: cada nos vemos, todos sus chaubesos, el más breve y amistoso de los tqm desarmándole el celular eran una promesa. Lleva grabado cada instante, y repasa ahora los más intensos para darse fuerzas, mientras la mira a través de una niebla de adrenalina e ilusiones; piensa en aquel cumpleaños al que llevó doce compactos de folclore para robarle una zamba y tocarla al menos con su pañuelo; en ese roce y esa mirada luego de intentar recoger el mismo plato en aquel almuerzo de sol; en aquella vez de la maravillosa torpeza de querer pasar al mismo tiempo por esa puerta y sonreirse de nervios; una canción dedicada con los ojos, un atardecer con bicicletas...
Pero aquí ya no existía la fluidez de siempre, la paz de sus labios, el minuto interminable en horas que vuelan; como todo cuando se le impone una meta, algo se desdibuja, se desdifruta; en la ansiedad por llegar se pierde siempre el gusto por el camino y el caminar, se corre para no recorrer. Él necesitaba llegar de una vez, desabrocharse tantos meses de anhelos enmudecidos y suspirados para adentro. Y ella quería que llegue. Aunque más no fuera para concluir con la tensión de ese momento limítrofe inclasificable, que se produce cada vez que no podemos catalogar algo, cuando somos concientes de que no tenemos el control.
Momentos bisagra que te abisman.
Momentos sin aire.
Se siente como hace un rato en la fiesta, dentro del mismo torbellino. Nuevamente las ganas irrefrenables de besarla a lo Cortázar, o mejor aún, de hacer de ese capítulo 7 que leyó alguna vez pensando en su boca una descripción desteñida e insulsa. Ahora no hay música que se detenga inoportunamente ni amigos con ganas de novelas en vivo y comprende, sumando un pesar, que las limitaciones son más profundas, que su mediana cultura le ha dejado un buen surtido de inhibiciones que lo han vuelto excesivamente parco en sus homenajes. Insiste, de todos modos, en atribuirle un poco de esa pelotudez a la prudencia, al hecho de que cada persiana del pequeño barrio trae una vecina detrás y a que una madre con ruleros respira en sus nucas.
 
Todo se le viene a la garganta de golpe, el amor desde hace tanto, los celos que se lo revelan a la conciencia como a todos, las palpitaciones que le gritan, su luz y su rosado en las mejillas. Se levanta para juntar el aire que le falta. Se vuelve a sentar. La brisa se detiene, la calle, la casa, el barrio desaparece junto con el pasado y el futuro, el mundo se cierra sobre los dos. Se seca las manos transpiradas en el pantalón. Ella comprende que es ahora, lo espera. "Romina", la nombra a medias, se obliga a incandilarse con sus ojos verdes: "estoy acá hace cuarenta minutos tratando de contarte algo". (Ella le abre los ojos enormes para escucharlo mejor) "Llego tarde, no lo pude ver antes, lo siento tanto Romina. Allá en la fiesta por fin se me unió todo acá, en ese instante, cuando te vi salir con Sebs y, no vengo a pedirte nada, todavía no se como decirte esto que necesito que me escuches, que saliste con él por esa puerta y entonces el relámpago sordo de todo lo que te había soñado sin saberlo y el trueno ciego de saber que te perdía sin tenerte, el estruendo de un universo escondido que se rompe. Porque ahora despierto a todo lo que te soñé, y qué dificil de creer Romina, no te esfuerces si hasta me cuesta creer a mí que estoy acá diciendote esto, que me recuerdo esperándote en una casa nuestra, me ví Romi, y no te miento, me ví emocionarme de saber que ahí estaban también tus cosas, que algunas de las mías estaban fuera de lugar porque habías estado ahí y porque volverías para acomodarlas y acomodarme hasta el día siguiente y el siguiente... Perdoname Romina, justo ahora y yo, tarde, acá, con esta confesión demorada a flor de piel, sin nada que ofrecerte más que esta impuntualidad, estos celos vacíos. Estoy enamorado de vos, Romina, profundamente, tan profundo que no lo supe hasta hoy, cuando te perdí, cuando necesité decirte todo esto para poder seguir viviendo. Perdoná que solo tenga palabras, palabras que me dejan a pie, que no sirven para todo. Por eso vine".
Él respira de nuevo. Se dá cuenta que no lo hizo hasta recién.
Ella no lo mira.
Tiembla.
Desparrama una lágrima rosada en su mejilla.



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