¡Bienvenido/a!

También podemos encontrarnos aquí...

Suscribite a JM®

Recibí las novedades de JM inBlog en tu correo. Solo ingresá tu dirección en el cuadradito y dale play.

Imaginario Colectivo




C omienzan siempre cuando se apagan las luces. Suspiros profundos y  movimientos torpes son suficientes para imaginarse lo que está por suceder, al  menos para una imaginación bastante entrenada como esta. La búsqueda  insaciable del placer –susurros–, la impostergable necesidad de esos pechos tibios –gemidos–, de ese regazo que acoge perseverante y fecundo. Así empiezan siempre.

No me considero un intolerante. Creo que si lo fuera, si fuera, por ejemplo, un intolerante de los muy aburridos, estaría seguro en la organización de una marcha contra la poesía de un cantautor cualquiera. Si fuera de los intolerantes violentos, en cambio, iría quizás por la calle escupiendo a cada uno de los cientos que caminan con un "GAP" pegado en el buzo.

Pero no. Soy un tipo tranquilo y chinchudo como cualquiese. Voy por la vida haciendo la plancha y tratando de esquivar las baldozas que escupen. Las únicas puteadas diarias se me escapan cuando las puertas de los autos y los changuitos del supermecado me dan patadas, cuando el 22 me pasa por la cara a tres pasos de llegar a la parada de la esquina o cuando llego de trabajar y me doy cuenta que se acabó el fernét. Más o menos esas, ni una más ni una menos, las justas y necesarias.

Lo que estoy por contar me sucedió el fin de semana pasado. Y me sucede casi todos los meses desde, aproximadamente, diez años. Es una situación que me saca de las casillas y ya merece un comentario. Porque la vida me ha destinado a numerosos transportes públicos de media y larga distancia, la mezquindad de los tiempos me ha colocado en ellos durante las noches y la mala suerte me ha puesto casi siempre como testigo de esta embarazosa circunstancia. Simplemente no soy yo, sos vos, situación intolerante, la que produce este descargo necesario que me coloca en desacuerdo con la CNRT y origina esta propuesta urgente en forma de catarsis.

La escena es siempre la misma: unas cuarenta almas aproximadamente reclinadas como en esas sillas numeradas de madera desplegable de festival de pueblo. Pero con apoyabrazos. El conductor va tomando mate con el pasajero que está detrás y con otro que va parado cerca de la puerta, que vigila el horizonte y re vigila a las que suben. Cada tranquera y cada zaguán puede ser una parada, así que paciencia. Hasta acá todo bien, ponele: disfrutemos del folclore litoraleño.

Pero entonces, en el momento menos pensado, en el momento más instintivo –que son el mismo–, ellos comienzan.

El primer grito se hace sentir en la médula. La vecina del otro lado del pasillo me mira, el de adelante se da vuelta. La de la ventanilla y el de atrás se toman la frente con la diestra. Doble facepalm. Los pasajeros empezamos a ponernos incómodos, irascibles, lo he visto y sentido cientos de veces. Comenzamos con un tímido quejido de asientos, con breves cambios de pose, con respiraciones más y más profundas que se exhalan como protestas de aire.
Si hay algo peor que un bebé ajeno pasando por un mal momento, es un bebé ajeno pasando por un mal momento cerca tuyo y cuando no tenes escapatoria. El llanto comienza a adquirir ritmo, al igual que el ruido de un ventilador que no te deja dormir y le terminás encontrando la cadencia: breves intervalos de baba y espasmos, tocesita y va de nuevo.

Los auriculares suben de bolsillos y carteras al ritmo de los primeros gritos desgarradores, casi como encantados. Cada oreja es un solo agudo, buscando aplacar lo inaplacable. Los gritos de un casi recién nacido son prácticamente tan filosos como reggaeton por parlante de celular; un perro enloquecería al instante pero nosotros, esa improvisada comunidad de rehenes que se forma en cada viaje, tenemos más de cinco horas para hacerlo. Tranqui, cientoveinte.

A pesar de que cada uno de estos encuentros inevitables te predispone peor para el siguiente –el síndrome del lactante en cautiverio– los primeros minutos suelen de ser de una comprensión casi demencial. A la par de las primeras incomodidades propias y ajenas entendés el susto de ese niño, que ya bastante tiene con venir a este mundo como para que encima se lo muevan así de rápido; se imagina también que la segunda tanda de gritos desgarradores ya tiene que ver indirectamente con la pesadumbre de sus víctimas y destinatarios: los niños suelen ser muy perceptivos.

Esos primeros sollozos en brusco carreteo emocional te dan lugar también para pensar en la madre que lo parió. Los shh shh de lechuza cascoteada se esuchan hasta con pena, tan impotentes como el marido que en el 75 porciento de los casos se hace soberanamente el pelotudo con la cabeza contra el vidrio y la mirada perdida, probablemente repasando y tratando de entender exactamente donde fue que la cagó.

Viajes de terror en el Paraná Medio





















Teniendo en cuenta entonces que estos transportes de uso nocturno funcionan como una gran cama popular, una matrimonial con rueditas, y que estos niños nos convierten a todos en padres por defecto y contigüidad, propongo un sector al final del coche, fina y discretamente separado del resto por algún acrílico transparente (para que puedan ver por donde vamos), de bajo presupuesto, con una puertita en el medio, todo bien presurizado e insonorizado, en el cual los progenitores tengan el ámbito de intimidad que sus paternidades y maternidades requieren. Además, ahora que lo pienso, se podría invitar al nuevo coche cuna a los flojos de esfínteres, propensos a las flatulencias más desgarradoras, y porque no también a los roncadores olímpicos.

Imagino entonces un colectivo para cada necesidad. Uno para todos y todas. Para este pasajero en particular, debería existir una ley que protegiera el derecho a un viaje sin maternidad involuntaria, sin cacapichicola: el derecho a no ser padres hoy (pero sin la parte edulcorada) ni tener que despertarnos a cada rato para darle la teta a alguien que no concebimos. No señor.
Lo dije al principio y creo queda claro: no es intolerancia. A lo sumo es hinchazón.




0 comentarios :